Carmen

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Carmen Fuenteseca Ansede. Saavedra, Lugo, 1991

En mi infancia no me gustaba que me preguntaran qué quería ser de mayor. Todavía quedaba mucho para eso. Parecía que nadie se daba cuenta del “aquí” y el “ahora”. Yo ya era alguien: al menos una niña que quería disfrutar de ser niña.

Tuve épocas en las que me apasionaba la astronomía, la espeleología…pero, sobre todo, aquello que sólo parecía importarles a unas pocas personas, sin entender el porqué.

Una etapa escolar en la que se me definía como “trabajadora y responsable” pasó a ser “rebelde y maleducada” por verme inmersa en un sistema educativo que no educaba, donde sólo éramos números, y el porqué de un mal día o qué escondía un “mal” examen no tenía un porqué.

Algo que marcó mi adolescencia fue la muerte de mi hermano, mi compañero de vida. Algo con lo que aprendí a vivir y a ser fuerte en un hogar donde todo eran lágrimas. Quizás con 15 años no me tocaba guiar el barco, pero sí era lo que mi familia necesitaba.

Conforme fui creciendo lo que sí tenía claro es que quería ayudar a las personas. Primero, me incliné por la rama de la salud estudiando para ser Técnica Superior en Estética Integral por sus connotaciones de salud y bienestar, más que por lo puramente bello en apariencia; porque si te sientes bien por dentro se reflejará por fuera.

No obstante, sentía que, aunque era una profesión que me gustaba, no me apasionaba y, tras una conversación con una clienta (maestra en activo) despejé mis dudas y decidí continuar mis andanzas en el mundo educativo por el que hoy soy maestra.

Una vez adentrada en la Facultad de Formación del Profesorado fui descubriendo, durante las prácticas escolares, que se necesitaba un cambio de paradigma en el que había que dar voz a la infancia. En el último curso decidí ir de Erasmus +, destino Austria. Allí fue donde por primera vez vi el uso de zapatillas en el aula y su limpieza por parte de los propios niños y niñas como forma de cuidado y respeto del medio, así como la pareja educativa como mejora en la atención de las necesidades individuales y ejemplo de trabajo en equipo.

Tras esta experiencia, aún me quedaba una espina por sacar. Lo hice al realizar el Máster en Dirección de Actividades Educativas en la Naturaleza. Con ello, no podía haber mejor lugar para realizar el Practicum que en Nenea, donde se unían dos de mis pasiones: el amor por la naturaleza y el acompañamiento respetuoso a la infancia en un ambiente inigualable.

En efecto, he de reconocer que a lo largo de mi camino siempre he tenido presente a una persona: una profesora innovadora con la que me ilusionaba aprender cosas nuevas cada día de forma experimental, con proyectos… o con el mero hecho de que cada clase de matemáticas fuese al mismo tiempo de geografía, lengua, arte, historia o actualidad. Una profesora que conocía a cada alumna/o, nuestros intereses e inquietudes, nuestras costumbres o manías.

Por todo, creo firmemente que debemos luchar por un ofrecer un espacio donde los 100 lenguajes sean palpables; un lugar donde nadie es juzgado y un palo es lo que tu imaginación quiere que sea.

Tener la oportunidad de crecer en una escuela donde se reproduce el mundo real debería ser ineludible; donde no se separe por edades y esa diferencia sea riqueza; donde la figura de las niñas/os sea respetada; una escuela en la que poder sentir los ritmos naturales y ser capaces de acoplarnos al medio del que somos huéspedes, respetando a todos los seres que habitan el planeta, sin categorías, y llegar así a ser quien de verdad somos. Un entorno sano y natural donde se respire vida y juego en compañía de personas maravillosas. Un lugar que me hace revivir mi infancia y mis tartas de chocolate y fresa con tierra y ladrillo.

Afortunadamente, no es una utopía. Forma parte de Nenea, configura la vida, y es una forma de agradecerle a la Madre Tierra lo que tanto nos ofrece.